Dos veces he migrado a los Estados Unidos… ¿Difícil? Sí, mucho, pero el hecho de que lo volví a hacer, creo que demuestra que es como un parto: duele horrible y juras que no lo volverás a hacer jamás, pero luego te das cuenta de que vale la pena el resultado, y el dolor se va esfumando poco a poco en la memoria, mientras que los beneficios los sigues viviendo, palpando, disfrutando y acabas por caer otra vez.
Recién casada, recién liquidada de mi privilegiado trabajo en un prestigioso banco, y con un esposo que estaba harto de su empleo, él recibió una oferta de trabajo en California. Desde luego se nos hizo muy emocionante la propuesta y decidimos lanzarnos a la aventura para “probar suerte un año, máximo dos, y ganar unos dolaritos”…, esos dos años se convirtieron en diez años, dos hijas californianas y bastantes más “dolaritos” de los que teníamos en mente.
Sin embargo, no es nada fácil dejarlo todo y empezar desde cero en un país desconocido. Otra cultura, otras costumbres, otra forma de vida, otro idioma, otra moneda… caray, hasta otras unidades de medida. Rentas un departamento y no tienes ni idea de qué hacer, qué papeles firmar, si te están viendo la cara o no. El primer coche que compramos fue una maravilla, un BMW bien viejito, que nos salió súper barato; mucho tiempo después viendo la factura notamos que decía “Salvaged”, que resulta que es un coche que ha sido declarado pérdida total por los daños sufridos en un accidente… no quiero ni acordarme de cuánto dinero nos hizo gastar en reparaciones y la bicoca en la que lo tuvimos que vender.
Pero fuera de lo material, creo que lo más difícil es la parte social. Mi esposo y yo nunca hemos sido los entes más sociables del mundo, pero siempre habíamos tenido un buen grupo de amigos. Cuando te vas a otro país, es raro, te sientes totalmente fuera de lugar, no te hallas, cuesta mucho trabajo integrarte y en muchas ocasiones la sociedad, lejos de facilitarte la integración, hace la tarea mucho más difícil. En Estados Unidos, en especial en el sur de California, la gente es súper amable, todos sonríen y saludan, pero jamás te preguntarán algo de ti y de tu vida, no saben el nombre de sus vecinos (que para mí, viniendo de Mérida, Yucatán, eso era algo totalmente incomprensible), cada quien anda en su rollo, metido en su rutina y sus preocupaciones y ni pelan al vecino. Eso fue duro, especialmente cuando eres una persona más bien introvertida.
Pero acabas por “hacerte al modo”, te adaptas, te acostumbras, vas aprendiendo, y los golpes cada vez son menos frecuentes o te vas haciendo inmune. Los comentarios estúpidos te van dejando de ofender y se te empiezan a resbalar, como: “¿en México tienen doctores?” –no, cuando nos enfermamos nos morimos–; “¿había aeropuerto cerca de donde vivías?” –no, me vine en burro desde Mérida hasta California–.
Pero nunca dejas de extrañar a tu país, tu familia, tu comunidad, tu comida, y anhelas constantemente regresar. Diez años después, tomamos la difícil decisión de volver a vivir a México, porque queríamos que nuestras hijas tuvieran la experiencia de conocer nuestra cultura mexicana, de empaparse de sus raíces, de estar más cerca de la familia, de tener la vida social tan maravillosa que existe en México.
Fue al volver, que comenzamos a notar más las diferencias entre la vida en Estados Unidos y la vida en México. Algunas cosas nos gustaban, otras no; algunas cosas son mucho mejores, otras son mucho peores. Vivíamos en México, nuestra tierra, pero no nos sentíamos “ni de aquí ni de allá”. Durante los diez años que vivimos en California, nos moríamos de ganas de volver a México; cuando finalmente regresamos, no nos sentíamos como pez en el agua, como lo pensábamos; queríamos disfrutar al máximo todo lo que tanto habíamos extrañado, pero resulta que empezamos a extrañar cosas que sí nos gustaban de Estados Unidos.
Después de seis años, nos surgió nuevamente la oportunidad de volver a Estados Unidos y la tomamos.
El haber vivido esto, me hace sentir una enorme empatía con los millones de inmigrantes, que el día de hoy están en Estados Unidos temiendo ser deportados. Mi familia y yo viajábamos constantemente a México, mis hijas crecieron bastante cerca –hasta cierto punto– de su familia y la cultura mexicana, en sus vacaciones de verano. Los indocumentados que viven aquí no han regresado a México en años, sus hijos no conocen lo que es la vida en México, para ellos ser deportados es enviarlos a un mundo desconocido, sin siquiera poder empacar y llevarse sus pertenencias, enviarlos a un mundo en donde no saben cómo funcionan las cosas.
Es difícil ser inmigrante, pero estoy segura de que es más difícil dejar de serlo a la fuerza y sin haberlo planeado. Hoy muchas familias viven con miedo de que la vida que conocen, la vida por la que tanto han luchado; los sueños que han peleado por hacer realidad, se los pueden quitar de las manos, de un día para otro.
Agradezco que he tenido la fortuna de poder decidir el rumbo de mi propia vida y que mi familia ha estado unida, a pesar de las dificultades. Hay quienes no son tan afortunados, el rumbo de sus vidas depende de agentes externos, y la unidad de sus familias se ve tristemente amenazada.
Desafortunadamente, cada día se oye de más deportaciones de mexicanos. Ojalá que México los reciba bien, porque no son traidores, sino traicionados, son gente que no tuvo más remedio que irse a buscar el sustento para su familia en otro lado. Ojalá que la comunidad les tienda la mano, ya que son mexicanos que han sido despojados de toda su vida, en un instante.
Lourdes Allende
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